Un día inolvidable
Nunca pensé que terminaríamos en un lugar así, pero ahí estábamos: yo, con la camisa abierta un botón más de lo normal, y Leo, mi pareja desde hace tres años, con esa mezcla de nervios y picardía que me vuelve loco.
Todo empezó con una conversación después del sexo. De esas charlas que se dan cuando estás acostado, sudado, con la mente medio flotando. “¿Te imaginás ir a un bar swingers?”, me preguntó Leo, como quien pregunta si queremos pedir postre. Me reí, pero la idea se me quedó dando vueltas. Al final, la curiosidad nos ganó.

Llegamos a eso de las once, a un lugar sin cartel, con una puerta negra brillante que no decía nada. Tocamos el timbre como si estuviéramos entrando a un club secreto. Y en cierto modo, lo era. Nos abrieron con una sonrisa y una mirada cómplice. Pagamos la entrada, escuchamos las reglas (todo gira en torno al consentimiento, algo que me gustó mucho) y nos ofrecieron una copa de bienvenida.
El ambiente era sensual, pero no vulgar. No era una orgía a cielo abierto como a veces se pinta en las películas. Era más bien como una fiesta elegante con un código implícito. Había hombres, mujeres, parejas de todos los estilos, edades, combinaciones. Algunos solo conversaban. Otros bailaban lento, rozándose con una naturalidad que me sorprendió.
Leo y yo nos sentamos en uno de los sillones con vista a la pista de baile. Observábamos. Comentábamos. Jugábamos a adivinar qué pareja había venido con intenciones y cuál solo por la experiencia. De repente, se nos acercó una pareja de chicos uno más alto, con barba perfectamente arreglada; el otro más bajito, con unos ojos curiosos y nos preguntaron si podían sentarse. Asentimos.
La charla fluyó rápido. Nos contamos de dónde éramos, cuánto tiempo llevábamos juntos, qué nos había llevado ahí. Ellos ya habían venido antes. “A veces solo venimos a mirar, a tomar algo. Es como otro tipo de cita”, nos dijeron. Me relajó escuchar eso.
Después vino la pista. Leo me agarró la mano, me llevó a bailar. Estábamos solo nosotros, al principio. Luego los otros chicos se unieron. Nos reímos, compartimos tragos, hubo rozes sutiles. Un roce de manos, una caricia en la espalda. Nada invasivo, todo con una tensión deliciosa que no necesitaba palabras.
No voy a contar lo que pasó después. No por pudor, sino porque lo que más recuerdo de esa noche no fue el “qué”, sino el “cómo”: cómo nos miramos con Leo al salir, cómo me apretó la mano en el taxi de vuelta, cómo nos reímos al recordar todo lo que habíamos sentido sin decirlo.
Fue una noche distinta. No cruzamos ninguna línea que no quisiéramos. Pero descubrimos otras formas de jugar. Y quizás eso sea lo más excitante de todo: saber que hay mundos ahí afuera, y que podemos explorarlos juntos, paso a paso, sin dejar de ser nosotros.
